martes, 8 de junio de 2010

De la intervención divina en la escritura: los arquetipos de la revelación y la inspiración (Parte 1)

Nietzsche de joven.

Fue Nietzsche quien encendió los focos de la sospecha sobre la capacidad del lenguaje para 'contener' la verdad de lo real. Para el filósofo alemán, el lenguaje pecaba en dos aspectos que lo hacían falible o, por lo menos, lo ponían en duda para cumplir este propósito: 1. la palabra siempre implica un salto metafórico y la literalidad absoluta es imposible, o dicho de otro modo, es imposible hablar "de corazón a corazón sin intermediarios". 2. el discurso lingüístico siempre está contenido en un momento del tiempo que a su vez es contenido en él; es un segmento del mismo y por ende, sólo es capaz de reflejar lo humano y lo mundano de forma sincrónica, mientras que la realidad es algo en movimiento, algo sujeto al diacronismo.

Pero el ser humano hace muchos muchos siglos que convive de forma más o menos consciente con esa sospecha hacia el lenguaje y, por extensión, hacia la verdad de lo real que trate de transmitir a través de cualquiera de sus manifestaciones.

Quizás donde mejor podemos apreciar esa relación del ser humano con esa sospecha sea en los textos cosmogónicos, concretamente en la explicación de su propio origen (las más de las veces explícitada en ellos mismos) que suele atribuir su creación a la intervención divina y no al quehacer humano. En la gran mayoría de 'textos sagrados' que refieren el origen y el porqué del mundo, el propio objeto comunicativo se arroga a sí mismo un nacimiento anterior al del ser humano, cuando no directamente el atributo de la atemporalidad. ¿Qué consigue con esto? Dos cuestiones de suma importancia: 1. por un lado la verosimilitud: si lo que se cuenta es el origen del ser humano, el emisor del discurso debe ser forzosamente capaz de haber 'existido' antes o por lo menos desde el comienzo mismo. 2. el lenguaje pierde su falibilidad. La atemporalidad y la infalibilidad en la denotación comunicativa de la divinidad se transmite al texto. Lo que allí se diga, va a misa, sin más; algo que vale tanto para el 'relato de los orígenes' como para las leyes que de ahí se infieran o que aparezcan en el texto de forma explícita. Por lo tanto dependerá de la capacidad de entendimiento del receptor el ser capaz de acercarse o no a esa verdad de lo real transmitida en el objeto lingüístico, pero de ningún modo la falta de comprensión será consecuencia de una mala expresión sinó siempre de una mala recepción del acto comunicativo. En el diálogo estrictamente humano el esfuerzo debe ser practicado por ambos, falibles, emisor y receptor, para quienes un gruñido quizás sea más esclarecedor que la mejor de las oraciones; no así en el diálogo entre lo divino y lo humano, salvando así el escollo de la falibilidad lingüística.

Que este fenómeno constituye todo un arquetipo lo veremos a través de algunos ejemplos.

En el antiguo Egipto el culto a Dyehuty (quizás más conocido por su nomenclatura griega Thot o como el dios Hermes helénico) fue uno de los más importantes dentro del panteón. Dyehuty tenía poder sobre todos los demás dioses (lo que no implica que estuviera por encima de ellos en rango). Patrón de los escribas, además del dios de la escritura (se le representaba a menudo escribiendo en una tablilla) también tenía relación con la música, la 'ingeniería' y la posibilidad de los cuerpos de 'llegar a' espíritus después de la muerte. La tradición atribuía a este dios la creación de El libro de los muertos, una suerte de código de conducta para los difuntos con instrucciones pormenorizadas de los pasos a seguir y los rituales a ejecutar por el finado en su tránsito al estadio de 'libertad espiritual', derrotando amenazas diabólicas y sorteando las más diversas pruebas.

Dyehuty escribiendo en una tablilla.

Ya en el Antiguo Testamento, encontramos uno de los más famosos ejemplos de dicho arquetipo. Cuando Moisés y el pueblo de Israel llegan al desierto del Sinaí, Moisés es llamado a la cima del monte varias veces. El tercer día, Dios desciende a la cima de la montaña para encontrarse con él tal como había anunciado, envolviéndola en una espesa nube para que el pueblo, desde abajo, creyera luego a su guía cuando éste descendiera de nuevo para llevarles las leyes de Dios. Pero es tras romper las primeras tablas de la ley el episodio del becerro de oro, cuando Moisés vuelve a la cima para implorar el perdón de Dios para su pueblo y reestablecer la alianza con él, que se nos explicita la intervención divina en la escritura de las nuevas tablas: El Señor dijo a Moisés: -Talla dos tablas de piedra como las primeras que has roto: en ellas yo escribiré los mandamientos que había en las primeras (Éxodo 34:1).

Moisés rompiendo las tablas de la ley, por G. Doré.

En los apócrifos neotestamentarios lo encontramos en el Descenso a los infiernos, tradicionalmente asociado a las Actas de Pilatos como segunda parte de un todo bautizado, probablemente ya en el siglo XI, como Evangelio de Nicodemo. Es un evangelio cuya historia textual no está exenta de implicaciones políticas, pues las Actas de Pilatos probablemente fueron divulgadas durante el siglo IV como texto de descrédito hacia la figura de Cristo y de restitución de la de Pilatos. Una reutilización de los mismos con propósito inverso en el siglo V daría lugar a la versión del mismo que nos ha llegado. Su vinculación con el Descenso, texto que goza de autonomía propia, vendría motivada por las alusiones que se hacen en ambos de la figura de Nicodemo, que acabaría por intitular el conjunto. Pero vayamos al arquetipo presente en esta segunda parte del evangelio: reunidos el consejo de sabios y reflexionando sobre las noticias de la resurrección de Cristo, llega a su conocimiento la presencia en un lago cercano de dos hermanos que, habiendo fallecido poco antes de la muerte del mesías, habían sido vistos por allí y sus tumbas se habían descubierto abiertas. El consejo de sabios manda buscarlos para interrogarles acerca de la resurrección del rendentor y así tomar partido o no por él según su testimonio. Llegados al templo, ambos hermanos piden que les sea entregado material de escritura y, en silencio (o separados en habitaciones distintas según la versión latina del texto), escriben de forma sincronizada e idéntica el texto del Descenso, donde relatan cómo Cristo, tras morir en la cruz, abre las puertas del infierno y restituye a Adán y a una pléyade de profetas y hombres santos. Otra vez, la intervención divina está detrás de la veracidad incuestionable que pretende el texto en su relato.


Descenso de Cristo a los Infiernos, por Duccio di Buoninsegna (s.XIV).

La tercera de las 'religiones del libro', el Islam, también explota el arquetipo del origen sobrehumano del texto. El Corán, cuenta el mismo, fue revelado a Mahoma (o mejor, desvelado, porque ya estaba en él desde el principio de los tiempos, como argumenta Ibn Arabi en El esplendor de los frutos del viaje) a través de un sueño en una cueva del monte Hira, cerca de la Meca, a la edad de cuarenta años (el número cuarenta otra vez, como Moisés y Cristo) en el cual el profeta es arrebatado y, guiado por el arcángel Gabriel, llevado en cuestión de pocas horas al principio y al final de los tiempos, a todos los lindes de la creación, a las hoduras del infierno y a los aledaños del resplandor del trono de Dios, lo más cerca del mismo que puede llegar nadie. Según la tradición y el mismo Corán, Mahoma era analfabeto, por lo que cuando tras estas revelaciones empezó a verter el texto sagrado, no lo hacía en tanto que humano sino en tanto que 'mano' de Dios. Este es el principal motivo, además, de que el árabe clásico sea una lengua todavía viva en la literatura y los medios de la gran mayoría de países musulmanes más allá de sus dialectos y lenguas propias de cada uno. Como también lo es de que haya sufrido mínimas variaciones a lo largo de 14 siglos. El árabe clásico es considerado la lengua de Dios, no una lengua humana más.

Mahoma junto al arcángel Gabriel. Manuscrito turco del Milagroso viaje de Mahoma (s. XV).

Pero no sólo en el ámbito semítico y europeo hallamos este arquetipo. El Mahabarata, según dice el mismo texto y la tradición, fue dictado directamente por Vyasa a Ganesha. Cabe recordar que Vyasa fue hijo de Parasara (figura a la que a su vez se atribuyen también numerosos textos arcaicos hindús) y de Satyavati, hija de un remero, quien se casaría con el rey Shantanu y daría a luz a los herederos del trono Chitrangada y Vichitravirya, a quien Vyasa trataría como si fuera su tío. Se trata de una figura central del panteón hindú y a él se le atribuyen también los vedas.

Vyasa dicta el Mahabarata a Ganesha.

Otro ejemplo lo hallamos en la Odisea. Más allá de la invocación a las musas del primer verso (Musa, DIME del hábil varón que en su largo extravío), en el Canto III encontramos este revelador pasaje: Telémaco, tú mismo discurrirás en tu mente algunas cosas y un numen te sugerirá otras, pues no creo que hayas nacido o crecido contra la voluntad de los dioses (Odisea, 3:26-28). Este consejo lo da Atenea al hijo de Odiseo durante su periplo por los reinos aqueos en busca de noticias de su padre. Es citado por Platón en Las leyes para ilustrar la necesidad de atender a la 'voluntad' de los dioses para conocer el modo oportuno de desempeñar danzas y rituales en su honor en el mismo momento de su ejecución, siendo éste el modo de ganar su favor por encima de pautas de seguimiento estricto. En el texto del casi-mítico Homero, las alusiones a este tipo de proceder son constantes, pero señalamos ésta por su referencia directa a la actividad creadora humana de índole sagrada sometida a los 'influjos divinos'.

Telémaco junto a Penélope y su telar.

Esta tradición helénica seguirá vigente en el primer cristianismo en Bizancio. No hay que olvidar que para los bizantinos no hay discontinuidad histórica entre la época helénica y la propia, conservando todavía, por ejemplo, la paideia como base de la educación y las 'antologías' de textos de la grecia clásica. Así, la elaboración de la iconografía bizantina exige de unos rituales de acercamiento y sumisión a la divinidad previos a la actividad pictórica propiamente dicha, de por sí muy estricta en las formas, los colores y los órdenes de representación de cada icona concreta. Es en este mismo contexto que encontramos un nuevo ejemplo de nuestro arquetipo. Entre los siglos V y VI vivió Romano el Mélodo, santo y compositor de numerosos himnos litúrgicos, algunos de los cuales todavía se usan hoy en las festividades de la Iglesia Ortodoxa. Su obra más famosa es el kontakión de la Natividad, de cuyo origen existe una leyenda muy extendida en los santorales. Cuenta que durante una Nochebuena, Romano tuvo que cantar algunos himnos, haciéndolo tan mal que recibió el escarnio de los sabios que allí se encontraban. Humillado y desanimado, cayó profundamente dormido y durante el sueño se le apareció la Madre de Dios, quien le ordenó que se comiera un rollo de pergamino. Habiéndole hecho caso, despertó y como arrebatado se puso a cantar el maravilloso himno dejando impresionados a todos los presentes.

La Madre de Dios obliga a tragar un rollo de pergamino a Romano el Mélodo.

No acaba aquí nuestra persecución de este arquetipo. Hemos repasado algunos de los textos cosmogónicos antiguos. En el próximo post veremos qué ocurre en épocas más modernas.